6.7.25

6 de julio

Sí, señor Domingo Faustino Sarmiento, así es. A pesar de sus hermosos parques los cordobeses insistimos con la manía de enclaustrarnos. Porque la ciudad está en una hondonada, sí, obligada a replegarse sobre sí misma. Atraídos por la gravedad nos deslizamos hacia el centro, incesantemente, haciendo carne la hostilidad del amontonamiento. Sí señor, imaginesé, la ciudad –maldita- se inundaba con violencia y la respuesta fue hacer más y más túneles. Y después meter a la Cañada en uno. La ciudad de fundador descabezado arrastra su maldición a través de los siglos: mantener los ojos al ras del piso. Tal vez Deodoro Roca logró encontrar el mejor contrahechizo gestando en su sótano un portal hacia el resto del mundo. En retribución a su magia, ahora en esa casa venden repuestos para autos.

Sí señor, amo esta ciudad con la desesperación con la que se ama a una madre que trabaja demasiado. Esta ciudad que vio nacer a mi padre y a mi hijo, y que reclamo como mía aunque sea también la patria de mis enemigos. Amasé una casa en sus márgenes para poder salir a besar su fabulosa noche, para emborracharme en sus rincones con la tranquilidad de que ella me va a traer de vuelta, en brazos, con un gesto indiferente y amoroso. Algunos vuelven baleados por la espalda, ya sé, pero yo confío en el salvoconducto de sus labios urbanos, y acudo al llamado de los recintos antiguos.


Señor Sarmiento usted quizás no pueda entenderlo por haber nacido en tierras más altas: para salir, a veces hay que cavar. Yo acá planté un árbol al que planeo ver crecer hasta el día de mi muerte. Y si tuviera una sola vida elegiría perderla acá, con ella, la ciudad amada que crece hacia adentro.

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