María sabe: entre el ruido histérico de la Avenida la espera la Muerte.
Nadie lo ignora; allí nacieron todos esos automóviles desesperados, que cruzan bramando el fragmento de calle que corresponde a ella. Están ahí para que vaya hoy a mirar la cara fugaz de la Muerte. Y para nada más.
Pero esperan. Pueden esperar todos los hoy que sean necesarios. Pasan y nunca dejan de estar desesperados; pasan y el tiempo no aplaca su frenesí. Esperan hasta que ella se decida a entrar.
María se quiere morir.
Se levanta un día, cansada de náuseas y angustia, cansada de esperar una voz en el teléfono y se dirige hacia la Avenida de la flor. A la orilla, aspira profundo y mira el cielo. Se quita los zapatos, se suelta el pelo, lentamente se desnuda del cruel vestidito blanco opaco.
Primero, apoya la punta del pie en la calle. El asfalto está caliente, huele al verano que se aproxima. Ahora se asienta por completo, da un paso y ya puede ver las ruedas enardecidas sin levantar la vista.
María no quiere levantar la vista. De todos modos, el rostro de los conductores es irrelevante. Entonces, ella piensa por última vez. Usa consigo los mismos argumentos que escribió ayer a algún otro suicida aficionado. Tiene miles de palabras para ello; tiene una sonrisa esperanzada que a cualquiera haría disuadir.
Pero María cierra los ojos, alza la cabeza (el viento se apodera de sus cabellos) y se deja caer blandamente entre los autos que no la miran.
Porque hace muchos, muchos días que pensar no ayuda en nada. Hace tiempo que María está muerta.
(Y ya nada existe; su cuerpo no existe, sus ojos no existen, estas palabras incluso han dejado de existir. La calle no es más la Muerte para alguien, y los ángeles no pueden llorar
porque no recuerdan aquello que ha desaparecido desde siempre).
(9/9/06)
13.9.06
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