una rendija angosta por donde puede asomarse apenas un ojo.
O mejor:
una cicatriz es sobre todo una grieta. Y deja espiar una estancia del recuerdo,
una sola.
Un fotograma suelto que se ha colado en el álbum de recuerdos
a fuerza de dolor
o de la exigencia -tácita pero
inexcusable- de que el cuerpo
con cicatriz la explique en
forma de historia.
En la penumbra de la pieza la grieta brilla más.
Al tacto de un dedo que la requiere, se expande y respira.
Muestra las raíces, enrojece apenas
y revela su textura única.
-No me olvides -dice-.
Lleváme junto al nombre de este cuerpo. Como un escudo
de armas o una huella digital
recogida en el camino.
No me olvides: yo te voy a decir si este
cadáver es también tu cadáver.
La intimidad, pienso, no se trata de saber de vos.
No puede arrebatarse, y no puede
ser almacenada. Es una savia caliente que va goteando
cuando una cicatriz se deja espiar. Es la forma del rostro en la penumbra
apenas iluminada por las cicatrices.
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